Andanzas

Caminos es una de mis palabras favoritas, desde la imagen memorable del poema de Antonio Machado que Serrat nos regaló: "... se hace camino al andar, y al volver la vista atrás se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar". 

En entregas sucesivas dibujaré la forma en que mi camino en la educación se ha construid
o. 



Uno. Mi formación inicial como maestra. 

25 de agosto de 2012
Hace treinta años que egresé de una Escuela Normal de la costa chiapaneca, en un tiempo en que la formación de los maestros reivindicaba con mucha fuerza la idea que los maestros éramos "agentes de cambio" de las comunidades a las que iríamos a servir. Los años de formación coincidieron  con las definiciones juveniles y con años en que hubo que combinar el trabajo con el estudio y severas crisis familiares. 

La vida cotidiana de la Escuela Normal transcurrió en medio de rutinas escolares que muchas veces cuestioné, mi incursión en el comité estudiantil, exámenes, algunas recetas didácticas y poca, muy poca reflexión. 

No obstante, al paso de los años  agradecí dos buenos momentos que me hicieron valorar a los maestros que los protagonizaron. El primero: era la clase de Filosofía en el primer semestre, y el maestro daba, literalmente daba, la clase. Nos explicaba  los silogismos, poniendo como ejemplo el clásico: "Todo hombre es mortal, Dios es hombre, por tanto... Dios es Mortal". Recuerdo que escuchar aquella expresión a mis quince años, me resultó una verdadera revelación y cuestionó no sólo la idea que Dios fuera hombre, sino la existencia misma de Dios. Al concluir la clase me acerqué a preguntarle, casi a exigirle, que me devolviera la certeza de la existencia divina; pero estaba frente a un maestro...  no me dio respuestas,  me mandó a leer. 

El segundo momento lo tuve dos años más tarde, en que las complicaciones amorosas se hicieron presentes. En algún momento me acerqué a uno de los maestros que me inspiraba confianza y creo que sin mayor preámbulo debo haber preguntado algo así como: ¿qué es el amor? Otra vez, el maestro puso en mis manos un excelente libro para que construyera mis propias respuestas: "El arte de amar" de Erich Fromm. Por supuesto, la lectura que hice entonces no la recuerdo, pero ese fue uno de los libros a los que regresé en varios momentos de mi vida... creo que sigo sin encontrar "la respuesta". 

Las jornadas de práctica eran entonces, como ahora, uno de los aspectos clave de la formación. Se trataban de periodos de dos semanas en cada semestre, en que acudíamos a  escuelas rurales, ubicadas en comunidades más o menos cercanas. El recorrido de la escuela más lejana a la que asistí fue de cuatro horas de la ciudad en que se ubicaba la escuela Normal. Llegábamos en grupos de estudiantes de los diversos grados: los de primero sólo acudían a observar, y los de segundo y tercero daban clases con los niños. Nos hospedábamos en la casa ejidal o en donde fuera posible hospedar a todo el grupo, al concluir las prácticas debíamos realizar alguna "obra social" como pintar los arbolitos, pintar algún pequeño mural o lavar la escuela. También hacíamos un evento "socio-cultural" para toda la familia, todos teníamos que participar: el recuerdo que guardo de mi en esos eventos es declamando algún poema aprendido en la secundaria y mis primera incursiones en los bailables, actividad en la que no fui muy buena.

Tenía diecinueve años cuando concluí la Normal, con lo que el siguiente paso fue hacerme maestra con una base propia; era el año 1982. en Chiapas había iniciado tres años antes un importante movimiento magisterial que tiempo después tendría que comprender. 



Al egresar de la Escuela Normal, con la Directora que pacientemente lidió con mis rebeldías juveniles. 


Dos. Llegada a mi primera escuela.

2 de septiembre 2012

Amanecía en Pichucalco,  pueblo del norte de Chiapas cuando bajé del camión en que había viajado por seis horas desde la capital del estado, más de doce  desde Tapachula. La carretera sinuosa me sorprendió a pesar de haber viajado de noche, - ¿cuando acabarán las curvas?- recuerdo haber preguntado a mi compañero de viaje; la respuesta la tuve al descender del camión: terminaban justo ahí, en mi destino.

Y de ahí, un transporte más que me llevó a Juárez, por una carretera maltrecha por la lluvia de casi todo el año que cae en esa región. Después conocería la broma que en Juárez "llueve los trece meses del año". 

El supervisor de la zona escolar de primaria a la que me habían enviado desde las oficinas de la Secretaría de Educación, me recibió amablemente. Preocupado por mi condición femenina, me pidió que esperara un día para asignarme la escuela en la que trabajaría para que estuviera en las mejores condiciones posibles. La oferta me la hizo después que le propuse ir a fundar una escuela si era necesario...pero su afán era cuidar de la joven maestra que tenía frente a sí.

Al día siguiente me extendió la "orden de comisión" que aún conservo en mi archivo personal. El edificio principal de la Escuela de Santa Teresa, primera sección, era un gran salón de tablas y techo de láminas;  en él  trabajaban dos grupos: tercero y cuarto grados en uno y quinto y sexto en otro. Al lado, en otra rústica construcción de madera otro maestro atendía el segundo; por ser la última en llegar a la escuela y única mujer de la planta docente, me asignaron el primer grado que tenía como aula la única construcción de material.

Las escasas herramientas pedagógicas que disponía en esos momentos, resultaron claramente insuficientes para trabajar con la heterogeneidad del  grupo que paulatinamente fue cobrando forma. Mi condición de maestra novata se hizo evidente cuando el primer grado se incrementó con  casi veinte alumnos nuevos. El incremento no fue fortuito, en realidad lo busqué en uno de los  primeros fines de semana que me quedé en aquella comunidad.

Alguien me contó que algunos kilómetros adentro de la ranchería, había una casa con casi veinte niños de diferentes edades que no asistían a clases. Monté en un caballo, en el ejercicio de superar mi formación citadina y el trauma ocasionado por mi primera incursión como jinete en los años de formación normalista, y acompañada por mi pequeña guía, llegué a la casa de don José Garciliano.

Don José vivía con dos esposas, hermanas entre sí, con las que  procreó más de dos docenas de hijos, a los que por supuesto, no había enviado antes a la escuela. Me recibió con gran reserva y a mi solicitud para que los niños asistieran a la escuela, respondió que no tenía por qué mandarlos pues le eran de mayor utilidad para trabajar en el campo.  Sólo pude "convencerlo" cuando le conté que el Presidente Municipal nos había pedido a los maestros que reportáramos a los padres que no cumplían con su obligación de dar educación a sus hijos.

Así fue como el siguiente lunes los cuatro maestros vimos con gran asombro llegar a la escuela a los casi veinte niños Garciliano  formados en una larga fila, después de caminar casi cuatro kilómetros desde su casa;  a partir de ese día, veríamos a ese grupo ser los primeros en entrar al terreno escolar, tomar algo de alimento y esperar pacientemente que el toque anunciara la entrada a clases.

Las edades de nuestros nuevos alumnos iban de los quince a los cinco años, pero ninguno de ellos sabía leer. De ese modo, la solución que mis compañeros encontraron fue que todos debían ir al primer grado.

Ahí empezaron realmente mis enormes retos educativos; para ellos, las lecturas de Alberto Merani, Freire, Althusser y Makarenko que entonces hacía no me ofrecían respuestas inmediatas. Aunque  todas las tardes de esos primeros meses como maestra leía con la fe de quien consulta fuentes sagradas, no encontraba las mejores formas de enseñar a aquéllos niños y sólo muchos años después, entendería por qué. 



Tres. Mi encuentro con el Sindicato de Maestros.
30 de septiembre de 2012

Muchas son las ocasiones en que, a lo largo de mi trabajo con maestros, he escuchado o leído que "en la Normal no me enseñaron..." Esta frase queda muy bien al pensar en mi encuentro con lo que en aquellos años era la organización sindical de los maestros en Chiapas. La escasa información recibida en mi vida estudiantil y a mis escasos diecinueve años, de poco me sirvió para entrar al mundo de la organización gremial a la que de facto pertenecía por el sólo hecho de ser maestra "de base".

Pocos días habían transcurrido después de haber iniciado mi trabajo como maestra rural, en septiembre de 1982 en Santa Teresa, primera sección, del municipio de Juárez, Chiapas, cuando fui convocada a mi primera reunión sindical. Varios fueron los aprendizajes que tuve que realizar al incorporarme a éste ámbito de mi trabajo como docente. Por ejemplo, aprendí que era completamente "normal" suspender las actividades escolares para que los maestros acudiéramos a las reuniones y otras diversas y frecuentes actividades sindicales. 

Pero era sólo el inicio de mi ingreso a aquel mundo, hasta ese momento completamente desconocido para mí. Así, al llegar a mi primera reunión, fui de asombro en asombro al escuchar las sucesivas disertaciones de quienes la presidían -luego me enteraría que eran mis representantes sindicales-. Las palabras que se jugaban en aquellos discursos como: Comité Delegacional, Regional y Seccional seguramente me implicaron de algún esfuerzo para comprenderlas, pero el sinnúmero de veces que la frase estrella de aquéllos tiempos: "los charros", se repitió en aquélla reunión, me obligaron a levantar la mano y en plena asamblea preguntar su significado. 

Aún recuerdo claramente la carcajada que mi ¿inocente? ¿desinformada? pregunta generó entre quienes participaban en la asamblea (un término más que tuve que aprender). Para mi fortuna, un inteligente Secretario General de la delegación, salvó la situación con la reflexión que mi pregunta mostraba la falta de formación política que se nos daba a los maestros noveles. 

El paso del tiempo y mis recuerdos me hacen suponer que fueron mis constantes preguntas y mi carácter inquieto, lo que hicieron que los compañeros de mi delegación sindical, me eligieran como "Secretaria de Conflictos" a menos de los seis meses de que me había iniciado como maestra.

Para ese momento, ya había comprendido que el Movimiento Magisterial había iniciado en 1979, y que precisamente me encontraba en el epicentro de su origen. La "Región Petróleos" como se le llamaba entonces a esta zona de Chiapas, precisamente por ser gran productora de este preciado recurso, vivió con gran efervescencia la constitución de los intentos por democratizar la vida sindical y por reivindicar el valor del trabajo docente. Entendí también la gran necesidad de las reivindicaciones laborales, pues en esos años ser maestro significaba vivir con un escaso salario que generaba enorme deserción en las filas del magisterio chiapaneco. 

Y sin embargo, aún con mi incipiente y entregada participación, muy poco fue el tiempo que me mantuve en las tareas sindicales. Recuerdo con tristeza el ausentismo sistemático de muchos maestros que asumían que la secretaría de conflictos debía "defenderlos"; la ausencia de reflexión pedagógica que prevalecía en el ambiente y una marcada cultura machista. 

Mis sueños pedagógicos empezaban a dibujarse y el trabajo con mi grupo de primer grado, con sus veinte niños Garciliano incorporados tardíamente a la escuela, me hicieron regresar a otras preguntas que resultaron fundamentales en lo que siguió de mi camino.

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